Nada menos que 8 años han pasado desde la última vez que visité Bangkok, capital del país de las sonrisas, centro neurálgico de Asia y paraíso de mochileros. Muy diferentes son las razones que me trajeron a esta excéntrica ciudad a las que hoy se dan.
Era el verano de 2008, yo volvía de un intenso año estudiando en la universidad en Australia, lejos de mi familia y amigos, y era mi primer viaje como mochilera. En resumen, no tenía ni idea de lo que estaba haciendo, estaba perdida y, aún así, llena de ilusión. Posiblemente todas estas razones y muchas otras, hicieron que detestara Bangkok, que lo odiara durante años y que, aún peor, no me avergonzara prodigarlo a los cuatro vientos.
Todavía recuerdo el día que llegué a Bangkok. Cargada con una mochila más grande que yo, llena de inocencia y sueños que yo creía se iban a cumplir durante mi viaje. En realidad lo que ocurrió fue que, exhausta tras una intensa negociación sobre el precio, mi primer viaje en tuk-tuk resultó ser una pesadilla en la que me intentaron timar a diestro y siniestro. Lo mismo ocurrió en mi segundo viaje, tercero, y cuarto, hasta que cansada de visitar templos prefabricados en los que me obligaban a hacer una donación, y tiendas absurdas de confección de trajes de hombre, dije basta y decidí saltar en marcha del enésimo taxi que se negaba a cobrarme lo que el taxímetro indicaba y que había decidido duplicar su tarifa sin razón aparente. Volví andando al hostal en el que me alojaba para coger el primer tren hacia el sur del país a la mañana siguiente.
Ni 24 horas duré en Bangkok, todo un récord para mi. Y es que tengo que reconocer que no le di ninguna oportunidad, que ante lo desconocido y peligroso decidí coger el camino más fácil y huir. Pero poco le puedo reprochar a esa inocente e inexperta versión de mi del pasado. Durante mis viajes he cometido muchos errores, de los que sin duda he aprendido, y este no iba a ser ni el primero ni el último.
Casi 8 años han pasado desde ese 28 de junio de 2008 y mucho ha llovido desde entonces. Si todo lo que ocurrió ese día me pasara ahora, sin duda me lo tomaría con una actitud completamente diferente, posiblemente más tolerante o, incluso, indiferente pero sobre todo más resuelta a la hora de enfrentarme al conflicto.
Lo más curioso de todo es que nada de lo que me sucedió en el pasado me ha ocurrido en esta segunda visita. Bangkok me ha dejado enamorada. Es cierto que siempre me han encantado las grandes ciudades y Bangkok no ha sido menos. Me ha parecido una cuidad llena de color y de vida, cosmopolita, con una inmensa oferta cultural y social, y donde su gente siempre te regalará una sonrisa. Sí, con el caos y extravagancias que nosotros, la “western people”, vemos en cualquier ciudad asiática, pero con el exotismo y belleza natural que tanto nos encandilan.
Desde la inmensidad de sus templos y palacios, como el Gran Palacio de Bangkok o el templo de Phra Kaew, también conocido como el Templo del Buda de Esmeralda, al pintoresco barrio de Chinatown, donde el arte de cocinar cobra otro sentido gracias a su infinidad de puestos callejeros donde degustar infinidad de sabores, a las encantadoras calles de Sathorn, o incluso la bulliciosa Koh San Road deslumbrada por infinidad de luces de neon, o la comercial Jim Thimpson House, hasta el gran pulmón de la ciudad, Lumpini Park.
Es posible que Bangkok se haya transformado y convertido en una versión mejor de si misma o puede que haya sido yo quien haya cambiado. Me alegra pensar que ese haya sido el caso.